Porque en el fondo es un problema de modos. Y de tiempos. El pasado, por ejemplo, con sus matices: Vi a Maradona derrotar a los ingleses en un campo de batalla verde y solté un bramido recio: Goolllll. Pretérito perfecto e imperfecto se ciñen a la coreografía de la memoria emotiva. El uno para recordar hechos y el otro para evocar sensaciones, recuerdos, hábitos, circunstancias. Somos campeón del mundo. Dicho así, en una gramática enrarecida. El eco del 78 retumbaba aún fuerte cuando dos mundiales más tarde la semántica de la gloria volvió a sonar rabiosa, embravecida, revanchista. Somos campeón del mundo. Por el solo poder de cuatro significantes sentíamos poseer el porvenir en un puño. El verbo expandiendo el alma a niveles descomunales. Tenía 14 años y el futuro era un horizonte vastísimo. Seré astronauta, o científica, o actriz, o escritora. Conjugábamos el futuro simple, simplicidad ilusoria, con la ligereza de los años. Al presente lo vivíamos sin agitación. Aquel lunes escribiría con tiza en el pizarrón los nombres de la formación ganadora y en las inmediaciones de esa armada invencible un corazón en blanco y el nombre del chico que me gustaba. Los aba y los ía, ábamos, se sucedían para dibujar los contornos de eternas repeticiones: suplicaba, pedía, festejábamos. Pretérito imperfecto. ¿Por qué le llaman así? ¿Hay algo más perfecto que la nostalgia? ¿De dónde saliste, barrilete cósmico?
36 años pasaron, la vida reflejada en mundiales como espejos intermitentes y móviles. El Mundial del 90 en Italia, y los sones del himno más bello del mundial: notti magiche insenguendo un gol. Me temo que esta copa no sea para nosotros. Quisiera que este mundial no terminase jamás. Es posible que todo sea un sueño. Una lástima que hayamos llegado a fuerza de penales. Temores, anhelos, posibilidades, penas. La vida en subjuntivo y luego los penales de Goycochea, la final agónica contra Alemania otra vez pero con diferente epílogo. El 94 en Estados Unidos y el último mundial de Maradona. En medio de los pesares, sin embargo desgastaba el modo condicional: si pudiese viviría en Francia cuando termine mi carrera. El 98 entonces me encontraría gritando goles en la Place de l’Hotel de Ville, arrondissement 1, París, delante de una pantalla gigante, sintiendo en cada victoria un hueco cruel llamado patria. Sería embriagarse de alegría en los Campos Elíseos tras el 5 a 0 contra Jamaica sin saber que caeríamos absurdamente contra Holanda en cuartos de final.
Poco importaba entonces, el amor rodaba por la Avenida exultante de verano y París era una fiesta. 2002, la mayor crisis financiera en Argentina. De vuelta al país pero no a la patria chica. Días porteños y horarios imposibles del mundial de Japón. Final oriental: Harakiri nacional para todos.
En el 2006 desde la tribuna un cartel se agita: Messi-as, como un Atlas sosteniendo en sus aún frágiles alas la esperanza de un país endemoniado. Pero no fue su kairós: caída por penales en manos de una nación que se había vuelto un habitué de nuestras derrotas:
Alemania. 2010 Sudáfrica, 2014 Brasil. Último año en Buenos Aires, la vuelta del Ulises a Ítaca. Hoy te convertís en héroe suelta Javier Mascherano y Chiquito Romero se convirtió en héroe, Argentina en finalista y la admonición en camisetas. Obelisco. Algarabía. Entre la felicidad del triunfo contra Holanda se colaban la melancolía de esa tarde en que el burrito Ortega cabeceó al holandés en la Place de la Mairie o en el Vélodrome de Marsella. Espacios intercambiables del souvenir. Los partidos, las caras, los momentos se entreveran en la memoria involuntaria en algún limbo entre dos fronteras. La venganza es un plato que se come frio salvo que el contendiente sea Alemania. En la final le vemos de nuevo la cara a la Gorgona y de nuevo la copa se escabulle en las manos de los que le tomaron el gusto a doblegarnos. Lo mismo al Obelisco. Somos uno solo y somos cada uno. Las pantallas gigantes, como espejos borgianos, multiplican los gritos de guerra de los jugadores, la esperanza viva en la cara de niños y de ancianos, la fuga febril de los jóvenes, la estudiada contención de los adultos. Pasa la vida y pasa en Rusia el mundial del 2018. Francia nos despide en octavos de final pero gracias a Messi el tejido de la esperanza comienza a regenerarse en silencio.
Qatar 2022. Llega el mundial por primera vez en un país árabe. Por primera vez bajo la canícula estival. Cuando el año termina la inflación alcanza al 100 por ciento por lo que esperanza se cifra en una armada de nombres comunes: Fernández, Martínez, Álvarez, Rodríguez, Palacios. Y de tres apellidos italianizantes: Scaloni, Messi, Di María.
Entonces la Scaloneta queda al mando de Lionel Andrés Messi que ha comenzado a habitar estas tres letras: Leo. Leo. Leo. El león. Lo repito una y otra vez. La lenta marcha triunfal de la selección no ha carecido de piedras y de agonías. También de premoniciones. Arabia Saudita, una caída y un agorero: Argentina pasará la fase y será campeón del mundo. Australia, México, Holanda, para quienes luego de dos derrotas somos su Alemania, luego Croacia y ahora Francia. Ojos planetarios contemplan absortos el duelo de titanes. Los unos y los otros buscando la tercera estrella bajo el cielo qatarí. Padre Nuestro…Los peregrinos de la fe colectiva elevan oraciones al cielo. Argentina no es el favorito. El titán Kylian Mbappé ya se puso el cuchillo entre los dientes y junto a Antoine Griezmann pretenden pasarnos por la guillotina. Son insaciables, pienso. Empieza el partido, el capitán Messi y su guardia pretoriana cantan a los gritos el himno nacional, el corazón en la mano. Acuden en tropel recuerdos del pasado. De otros mundiales con los que ya no están ¡Si hubiera sabido!, ¡si hubiera podido!, ¡si no hubiese hecho! Un espasmo de condicional pasado pasa volando como un ángel mustio. Nos ponemos la camiseta. Nos pintamos la cara. La patria es la infancia, decía Rainer María Rilke y tenía razón. Suena en estéreo Wos No me pidas que no vuelva a intentar, que las cosas vuelvan a su lugar.
Las fisonomías jóvenes de Fernández, Martínez, Romero, Álvarez, Messi, Di María se funden en las de Valdano, Pumpido, Maradona, Batista, Burruchaga. El tiempo pasado y sus pretéritos se vuelven un todo atávico. Se abaten las fronteras de las conjugaciones. El estadio Lusail es la taza, nuestra memoria la magdalena proustiana mojada en te. Bocas abriéndose en cantos desesperados, jubilosos, llenos de miedo y fe. ¡Argentina!
¡Argentina! La necesidad de nombrarnos para volver a la existencia. Peligro, espanto, desconcierto. Y no tengo pensado hundirme acá tirado. Al final los goles se igualan. ¡Y no tengo planeado morirme desangrado! Pies saltando, manos suplicantes. Vamos a penales. ¡Si Messi ganase que felices seríamos! Es linda la vida en condicional presente. Como vivir suspendidos en la gramática de la esperanza. Nos abrazamos. ¿No nos une el amor sino el espanto? Los muchachos se aprestan a devolvernos la ilusión. El baile triunfal del Dibu. Sabiendo que un paso en falso nos lleva al fondo del pozo. Cachete Montiel se enmienda. La voz engolada suena después de 36 años en inglés, en francés, en español, en italiano, en alemán. Argentina campeón mundial. Cuando Pandora abrió la caja se desataron todos los males del mundo pero quedó la esperanza en el fondo.
Argentina Campeón del mundo. ¿Cómo van a convencerme de que la magia no existe?
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Solana Colombres – Profesora de Francés.